CONSIDERACIONES
INTEMPESTIVAS
SOBRE EL RENACIMIENTO DE LA VIDA
SOBRE EL RENACIMIENTO DE LA VIDA
El Covid-19 ha traído tanta desolación al
mundo. Lo hemos vivido durante mucho tiempo, todavía estamos en ello, y aún no
ha terminado. Puede que se acabe ya pronto. ¿Qué hacer con
ello? Seguramente, estamos llamados a tener valor para resistir. La búsqueda de
una vacuna y de una explicación científica completa de lo que desencadenó la
catástrofe habla de ello. ¿También estamos llamados a una mayor conciencia? Si
es así, ¿cómo ésta evitará que caigamos en la inercia de la complacencia, o
peor aún, en la connivencia de la resignación? ¿Existe un “paso atrás”
reflexivo que no sea la inacción, un pensamiento que pueda
mutarse en agradecimiento por la vida recibida, por lo tanto,
un pasaje para el renacimiento de la vida?
Covid-19 es
el nombre de una crisis global (pan-démica) con diferentes facetas y
manifestaciones, por supuesto, pero con una realidad común. Nos hemos dado
cuenta, como nunca antes, de que esta extraña situación, pronosticada desde
hace tiempo, pero nunca abordada en serio, nos ha unido a todos. Como tantos
procesos en nuestro mundo contemporáneo, el Covid-19 es la manifestación más
reciente de la globalización. Desde una perspectiva puramente empírica, la
globalización ha aportado muchos beneficios a la humanidad: ha difundido los
conocimientos científicos, las tecnologías médicas y las prácticas sanitarias,
todos ellos potencialmente disponibles en beneficio de todos. Al mismo tiempo,
con el Covid-19, nos hemos encontrado vinculados de manera diferente,
compartiendo una experiencia común de contingencia (cum-tangere): como
nadie se ha podido librar de ella, la pandemia nos ha hecho a todos igualmente
vulnerables, todos igualmente expuestos (cfr. Pontificia Academia para la
Vida, Pandemia y fraternidad universal, 30 de marzo 2020).
Esta toma de
conciencia se ha cobrado un precio muy alto. ¿Qué lecciones hemos aprendido?
Más aún, ¿qué conversión de pensamiento y acción estamos dispuestos a
experimentar en nuestra responsabilidad común por la familia humana?
(Francisco, Humana Communitas, 6 de enero 2019).
1. La dura realidad de las lecciones aprendidas
La pandemia
nos ha mostrado el desolador espectáculo de calles vacías y ciudades
fantasmagóricas, de la cercanía humana herida, del distanciamiento físico. Nos
ha privado de la exuberancia de los abrazos, la amabilidad de los apretones de
manos, el afecto de los besos, y ha convertido las relaciones en interacciones
temerosas entre extraños, un intercambio neutral de individualidades sin rostro
envueltas en el anonimato de los equipos de protección. Las limitaciones de los
contactos sociales son aterradoras; pueden conducir a situaciones de
aislamiento, desesperación, ira y abuso. En el caso de las personas de edad
avanzada, en las últimas etapas de la vida, el sufrimiento ha sido aún más
pronunciado, ya que a la angustia física se suma la disminución de la calidad de
vida y la falta de visitas de familiares y amigos.
1.1. Vida tomada, vida dada: la lección de la
fragilidad
Las
metáforas predominantes que ahora invaden nuestro lenguaje ordinario enfatizan
la hostilidad y un sentido penetrante de amenaza: los repetidos estímulos para
“combatir” el virus, los comunicados de prensa que suenan como “partes de
guerra”, las informaciones diarias del número de infectados, que pronto se
convierten en “víctimas caídas”.
En el
sufrimiento y la muerte de tantos, hemos aprendido la lección de la fragilidad.
En muchos países, los hospitales siguen luchando, recibiendo demandas
abrumadoras, enfrentando la agonía del racionamiento de recursos y el
agotamiento del personal sanitario. La inmensa e indecible miseria, y la lucha
por las necesidades básicas de supervivencia, ha puesto en evidencia la
condición de los prisioneros, los que viven en la extrema pobreza al margen de
la sociedad, especialmente en los países en desarrollo, los abandonados
destinados al olvido en los campos de refugiados del infierno.
Hemos sido
testigos del rostro más trágico de la muerte: algunos experimentan la soledad
de la separación tanto física como espiritual de todo el mundo, dejando a sus
familias impotentes, incapaces de decirles adiós, sin ni siquiera poder
proporcionar los actos de piedad básica como por ejemplo un entierro adecuado.
Hemos visto la vida llegar a su fin, sin tener en cuenta la edad, el estatus
social o las condiciones de salud.
Sin
embargo, todos somos “frágiles”: radicalmente marcados por la
experiencia de la finitud en la esencia de nuestra existencia, no sólo de
manera ocasional. Hemos sido visitados por el suave toque de una presencia
pasajera, pero esta nos ha dejado igual, no nos hemos inmutado, confiando
en que todo continuará según lo previsto. Salimos de una noche de orígenes
misteriosos: llamados a ir más allá de la elección, llegamos pronto a la
presunción y a la queja, apropiándonos de lo que solamente nos ha sido
confiado. Demasiado tarde aprendemos el consentimiento a la oscuridad de la que
venimos, y a la que finalmente volvemos.
Algunos
dicen que todo esto es un cuento absurdo, porque todo se queda en nada. Pero,
¿cómo podría ser esta nada la última palabra? Si es así, ¿por qué la lucha?
¿Por qué nos animamos unos a otros a la esperanza de días mejores, cuando todo
lo que estamos experimentando en esta pandemia haya terminado?
La vida va y
viene, dice el guardián de la prudencia cínica. Sin embargo, su ascenso y
descenso, ahora más evidente por la fragilidad de nuestra condición humana,
podría abrirnos a una sabiduría diferente, a una realización diferente
(cfr. Sal. 8). Porque la dolorosa evidencia de la fragilidad
de la vida puede también renovar nuestra conciencia de su naturaleza dada.
Volviendo a la vida, después de saborear el fruto ambivalente de su
contingencia, ¿no seremos más sabios? ¿No seremos más agradecidos, menos
arrogantes?
1.2. El sueño imposible de la autonomía y la
lección de la finitud
Con la
pandemia, nuestros reclamos de autodeterminación autónoma y control han llegado
a un punto muerto, un momento de crisis que provoca un discernimiento más
profundo. Tenía que suceder, tarde o temprano, porque el hechizo ya había
durado bastante.
La epidemia
del Covid-19 tiene mucho que ver con nuestra depredación de la tierra y el
despojo de su valor intrínseco. Es un síntoma del malestar de nuestra tierra y
de nuestra falta de atención; más aún, un signo de nuestro propio malestar
espiritual (Laudato si', n. 119). ¿Seremos capaces de colmar el foso que
nos ha separado de nuestro mundo natural, convirtiendo con demasiada frecuencia
nuestras subjetividades asertivas en una amenaza para la creación, una amenaza
para los demás?
Consideremos
la cadena de conexiones que unen los siguientes fenómenos: la creciente
deforestación empuja a los animales salvajes a aproximarse del hábitat humano.
Los virus alojados en los animales, entonces, se transmiten a los humanos,
exacerbando así la realidad de la zoonosis, un fenómeno bien conocido por los
científicos como vehículo de muchas enfermedades. La exagerada demanda de carne
en los países del primer mundo da lugar a enormes complejos industriales de
cría y explotación de animales. Es fácil ver cómo estas interacciones pueden,
en última instancia, ocasionar la propagación de un virus a través del
transporte internacional, la movilidad masiva de personas, los viajes de
negocios, el turismo, etc.
El fenómeno
del Covid-19 no es sólo el resultado de acontecimientos naturales. Lo
que ocurre en la naturaleza es ya el resultado de una compleja intermediación
con el mundo humano de las opciones económicas y los modelos
de desarrollo, a su vez “infectados” con un “virus” diferente de nuestra propia
creación: es el resultado, más que la causa, de la avaricia financiera, la
autocomplacencia de los estilos de vida definidos por la indulgencia del
consumo y el exceso. Hemos construido para nosotros mismos un ethos de
prevaricación y desprecio por lo que se nos da, en la promesa elemental de la
creación. Por eso estamos llamados a reconsiderar nuestra relación con el
hábitat natural. Para reconocer que vivimos en esta tierra como
administradores, no como amos y señores.
Se nos ha
dado todo, pero la nuestra es sólo una soberanía otorgada, no absoluta.
Consciente de su origen, lleva la carga de la finitud y la marca de la
vulnerabilidad. Nuestro destino es una libertad herida. Podríamos
rechazarla como si fuera una maldición, una condición provisional que será
pronto superada. O podemos aprender una paciencia diferente: capaz de consentir
a la finitud, de renovada permeabilidad a la proximidad del prójimo y a la
lejanía.
Cuando se
compara con la situación de los países pobres, especialmente en el llamado Sur
Global, la difícil situación del mundo “desarrollado” parece más bien un lujo:
sólo en los países ricos la gente puede permitirse los requisitos de seguridad.
En cambio, en los no tan afortunados, el “distanciamiento físico” es sólo una
imposibilidad debido a la necesidad y al peso de las circunstancias extremas:
los entornos abarrotados y la falta de un distanciamiento asequible enfrentan a
poblaciones enteras como un hecho insuperable. El contraste entre ambas
situaciones pone de relieve una paradoja estridente, al relatar, una vez más,
la historia de la desproporción de la riqueza entre países pobres y ricos
Aprender la
finitud y aceptar los límites de nuestra propia libertad es más que un
ejercicio sobrio de realismo filosófico. Implica abrir nuestros ojos a la
realidad de los seres humanos que experimentan tales límites en su
propia carne, por así decirlo: en el desafío diario de sobrevivir, para
asegurarse las condiciones mínimas a la subsistencia, alimentar a los niños y
miembros de la familia, superar la amenaza de enfermedades a pesar de no tener
acceso a los tratamientos por ser demasiado caros. Tengamos en cuenta la
inmensa pérdida de vidas en el Sur Global: la malaria, la tuberculosis, la
falta de agua potable y de recursos básicos siguen sembrando la destrucción de
millones de vidas por año, una situación que se conoce desde hace décadas.
Todas estas dificultades podrían superarse mediante esfuerzos y políticas
internacionales comprometidas. ¡Cuántas vidas podrían salvarse, cuántas
enfermedades podrían ser erradicadas, cuánto sufrimiento se evitaría!
1.3. El desafío de la interdependencia y la lección
de la vulnerabilidad común
Nuestras
pretensiones de soledad monádica tienen pies de barro. Con ellos se desmoronan
las falsas esperanzas de una filosofía social atomista construida sobre la
sospecha egoísta hacia lo diferente y lo nuevo, una ética de racionalidad
calculadora inclinada hacia una imagen distorsionada de la autorrealización,
impermeable a la responsabilidad del bien común a escala global, y no sólo
nacional.
Nuestra interconexión es
un hecho. Nos hace a todos fuertes o, por el contrario, vulnerables,
dependiendo de nuestra propia actitud hacia ella. Consideremos su relevancia a
nivel nacional, para empezar. Aunque el Covid-19 puede afectar a todos, es
especialmente dañino para poblaciones particulares, como los ancianos, o las
personas con enfermedades asociadas y sistemas inmunológicos comprometidos. Las
medidas políticas se toman para todos los ciudadanos por igual. Piden la
solidaridad de los jóvenes y de los sanos con los más vulnerables. Piden
sacrificios a muchas personas que dependen de la interacción pública y la
actividad económica para su vida. En los países más ricos estos sacrificios
pueden compensarse temporalmente, pero en la mayoría de los países estas
políticas de protección son simplemente imposibles.
Sin duda, en
todos los países es necesario equilibrar el bien común de la salud
pública con los intereses económicos. Durante las primeras etapas de
la pandemia, la mayoría de los países se centraron en salvar vidas al máximo.
Los hospitales, y especialmente los servicios de cuidados intensivos, eran
insuficientes y sólo se ampliaron después de enormes luchas. Sorprendentemente,
los servicios de atención sobrevivieron gracias a los impresionantes
sacrificios de médicos, enfermeras y otros profesionales de la sanidad, más que
por la inversión tecnológica. Sin embargo, el enfoque en la atención
hospitalaria desvió la atención de otras instituciones de cuidados. Las
residencias de ancianos, por ejemplo, se vieron gravemente afectadas por la
pandemia, y sólo en una etapa tardía se dispuso de suficientes equipos de
protección y test. Los debates éticos sobre la asignación de recursos se
basaron principalmente en consideraciones utilitarias, sin prestar atención a
las personas que experimentaban un mayor riesgo y una mayor vulnerabilidad. En
la mayoría de los países se ignoró el papel de los médicos generales, mientras
que para muchas personas son el primer contacto en el sistema de atención. El
resultado ha sido un aumento de las muertes y discapacidades por causas
distintas del Covid-19.
La
vulnerabilidad común exige
también la cooperación internacional, así como entender que no se puede
resistir una pandemia sin una infraestructura médica adecuada, accesible a
todos a nivel mundial. Tampoco se puede abordar la difícil situación de un
pueblo, infectado repentinamente, de manera aislada, sin forjar acuerdos
internacionales, y con una multitud de diferentes interesados. El intercambio
de información, la prestación de ayuda y la asignación de los escasos recursos
deberán abordarse en una sinergia de esfuerzos. La fuerza de la cadena
internacional viene dada por el eslabón más débil.
La lección
recibida espera una asimilación más profunda. Seguro que las semillas de
esperanza se han sembrado en la oscuridad de los pequeños gestos, de los actos
de solidaridad demasiado numerosos para contarlos, demasiado preciosos para
difundirlos. Las comunidades han luchado honorablemente, a pesar de todo, a
veces contra la ineptitud de su liderazgo político, para articular protocolos
éticos, forjar sistemas normativos, recuperar vidas sobre ideales de
solidaridad y solicitud recíproca. La apreciación unánime de estos ejemplos
muestra una comprensión profunda del auténtico significado de la vida y una
forma deseable de realización personal.
Sin embargo,
no hemos prestado suficiente atención, especialmente a nivel mundial, a la
interdependencia humana y a la vulnerabilidad común. Si bien el virus no
reconoce fronteras, los países han sellado sus fronteras. A diferencia de otros
desastres, la pandemia no afecta a todos los países al mismo tiempo. Aunque
esto podría ofrecer la oportunidad de aprender de las experiencias y políticas
de otros países, los procesos de aprendizaje a nivel mundial fueron mínimos. De
hecho, algunos países han entablado a veces un cínico juego de culpas
recíprocas.
La misma
falta de interconexión puede observarse en los esfuerzos por desarrollar
remedios y vacunas. La falta de coordinación y cooperación se reconoce cada vez
más como un obstáculo para abordar el Covid-19. La conciencia de que estamos
juntos en este desastre, y de que sólo podemos superarlo mediante los esfuerzos
cooperativos de la comunidad humana en su conjunto, está estimulando los
esfuerzos compartidos. El establecimiento de proyectos científicos
transfronterizos es un esfuerzo que va en esa dirección. También debe
demostrarse en las políticas, mediante el fortalecimiento de las instituciones
internacionales. Esto es particularmente importante, ya que la pandemia está
aumentando las desigualdades e injusticias ya existentes, y muchos países que
carecen de los recursos y servicios para hacer frente adecuadamente al Covid-19
dependen de la asistencia de la comunidad internacional.
2. Hacia una nueva visión: El renacimiento de la
vida y la llamada a la conversión
Las
lecciones de fragilidad, finitud y vulnerabilidad nos llevan al umbral de una
nueva visión: fomentan un espíritu de vida que requiere el compromiso de la
inteligencia y el valor de la conversión moral. Aprender una lección es
volverse humilde; significa cambiar, buscando recursos de significado hasta
ahora desaprovechados, tal vez repudiados. Aprender una lección es volverse
consciente, una vez más, de la bondad de la vida que se nos ofrece, liberando
una energía que va más allá de la inevitable experiencia de la pérdida, que
debe ser elaborada e integrada en el significado de nuestra existencia. ¿Puede
ser esta ocasión la promesa de un nuevo comienzo para la humana
communitas, la promesa del renacimiento de la vida? Si es así, ¿en qué
condiciones?
2.1. Hacia una ética del riesgo
Debemos
llegar, en primer lugar, a una renovada apreciación de la realidad existencial
del riesgo: todos nosotros podemos sucumbir a las heridas de la
enfermedad, a la matanza de las guerras, a las abrumadoras amenazas de los
desastres. A la luz de esto, surgen responsabilidades éticas y políticas muy
específicas respecto a la vulnerabilidad de los individuos que corren un mayor
riesgo en su salud, su vida, su dignidad. El Covid-19 podría considerarse, a
primera vista, sólo como un determinante natural, aunque
ciertamente sin precedentes, del riesgo mundial. Sin embargo, la pandemia nos
obliga a examinar una serie de factores adicionales, todos los cuales entrañan
un reto ético polifacético. En este contexto, las decisiones
deben ser proporcionales a los riesgos, de acuerdo con el principio de
precaución. Centrarse en la génesis natural de la pandemia, sin tener en cuenta
las desigualdades económicas, sociales y políticas entre los países del mundo,
es no entender las condiciones que hacen que su propagación sea más rápida y
difícil de abordar. Un desastre, cualquiera que sea su origen, es un desafío
ético porque es una catástrofe que afecta a la vida humana y perjudica la
existencia humana en múltiples dimensiones.
En ausencia
de una vacuna, no podemos contar con la capacidad de derrotar permanentemente
al virus que causó la pandemia, salvo por agotamiento espontáneo de la fuerza
patológica de la enfermedad. Por lo tanto, la inmunidad contra el Covid-19
sigue siendo una especie de esperanza para el futuro. Esto también significa
reconocer que vivir en una comunidad en riesgo exige una ética a la par de
la perspectiva de que tal situación pueda realmente convertirse en realidad.
Al mismo
tiempo, es necesario dar cuerpo a un concepto de solidaridad que vaya más allá
del compromiso genérico de ayudar a los que sufren. Una pandemia nos insta a
todos a abordar y remodelar las dimensiones estructurales de nuestra comunidad
mundial que son opresivas e injustas, aquellas a las que en términos de fe se
les llama “estructuras de pecado”. El bien común de la comunidad humana no
puede lograrse sin una verdadera conversión de las mentes y los corazones (Laudato si', 217-221). El llamamiento a la conversión se
dirige a nuestra responsabilidad: su miopía es imputable a nuestra falta de
voluntad de mirar la vulnerabilidad de las poblaciones más débiles a nivel
mundial, y no a nuestra incapacidad de ver lo que es tan obviamente claro. Una
apertura diferente puede ampliar el horizonte de nuestra imaginación moral,
para incluir finalmente lo que ha sido descaradamente pasado por alto y
relegado al silencio.
2.2. El llamamiento a los esfuerzos mundiales y a
la cooperación internacional
Los
contornos básicos de una ética del riesgo, basada en un concepto más amplio de
solidaridad, implican una definición de comunidad que rechaza
cualquier provincialismo, la falsa distinción entre los que están dentro, es
decir, los que pueden exhibir una pretensión de pertenecer plenamente a la
comunidad, y los que están fuera, es decir, los que pueden esperar, en el mejor
de los casos, una supuesta participación en ella. El lado oscuro de esa
separación debe ponerse de relieve como una imposibilidad conceptual y una
práctica discriminatoria. No se puede considerar que nadie esté simplemente “a
la espera” del reconocimiento pleno de su estatuto, como si estuviera a las
puertas de la humana communitas. El acceso a una atención de salud
de calidad y a los medicamentos esenciales debe reconocerse como un derecho
humano universal (cfr. Declaración Universal sobre Bioética y Derechos
Humanos, art. 14). De esta premisa se desprenden lógicamente dos
conclusiones.
La primera
se refiere al acceso universal a las mejores oportunidades de
prevención, diagnóstico y tratamiento, más allá de su restricción a unos pocos.
La distribución de una vacuna, una vez que esté disponible en el futuro, es un
punto en el caso. El único objetivo aceptable, coherente con una asignación
justa de la vacuna, es el acceso para todos, sin excepciones.
La segunda
conclusión se refiere a la definición de la investigación científica
responsable. Está mucho en juego y los temas son complejos. Cabe destacar
tres de ellos. Primero, con respecto a la integridad de la ciencia y
las nociones que impulsan su avance: el ideal de objetividad controlada, si no
totalmente “desapegada”; y el ideal de libertad de investigación, especialmente
la libertad de conflictos de intereses. En segundo lugar, está en juego
la naturaleza misma del conocimiento científico como práctica
social, definida, en un contexto democrático, por normas de igualdad, libertad
y equidad. En particular, la libertad de investigación científica no debe
incluir la adopción de decisiones políticas en su esfera de influencia. La toma
de decisiones políticas y el ámbito de la política en su conjunto mantienen su
autonomía frente a la usurpación del poder científico, especialmente cuando
éste se convierte en una manipulación de la opinión pública. Por último, lo que
se cuestiona aquí es el carácter esencialmente “fiduciario” del
conocimiento científico en su búsqueda de resultados socialmente beneficiosos,
especialmente cuando el conocimiento se obtiene mediante la experimentación en
seres humanos y la promesa de un tratamiento probado en ensayos clínicos. El
bien de la sociedad y las exigencias del bien común en el ámbito de la atención
de la salud se anteponen a cualquier preocupación por el lucro. Y esto porque
las dimensiones públicas de la investigación no pueden ser sacrificadas en el
altar del beneficio privado. Cuando la vida y el bienestar de una
comunidad están en juego, el beneficio debe pasar a un segundo plano.
La
solidaridad se extiende también a cualquier esfuerzo de cooperación
internacional. En este contexto, la Organización Mundial de la Salud (OMS)
ocupa un lugar privilegiado. Profundamente arraigada en su misión de dirigir la
labor internacional en materia de salud está la noción de que sólo el
compromiso de los gobiernos en una sinergia mundial puede proteger, fomentar y
hacer efectivo un derecho universal al más alto nivel posible de salud. Esta
crisis pone de relieve lo mucho que se necesita una organización internacional
de alcance mundial, que incluya específicamente las necesidades y preocupaciones
de los países menos adelantados que se enfrentan a una catástrofe sin
precedentes.
La estrechez
de miras de los intereses nacionales ha llevado a muchos países a reivindicar
para sí mismos una política de independencia y aislamiento del resto del mundo,
como si se pudiera hacer frente a una pandemia sin una estrategia mundial
coordinada. Esa actitud podría dar una idea de la subsidiariedad y de la
importancia de una intervención estratégica basada en la pretensión de que una
autoridad inferior tenga precedencia sobre cualquier autoridad superior, más
distante de la situación local. La subsidiariedad debe respetar la esfera
legítima de la autonomía de las comunidades, potenciando sus capacidades y
responsabilidad. En realidad, la actitud en cuestión se alimenta de una lógica
de separación que, para empezar, es menos eficaz contra el Covid-19. Además, la
desventaja no sólo es de facto corta de miras, sino que
también da lugar a un aumento de las desigualdades y a la exacerbación de los
desequilibrios de recursos entre los distintos países. Aunque todos, ricos y
pobres, son vulnerables al virus, estos últimos están obligados a pagar el
precio más alto y a soportar las consecuencias a largo plazo de la falta de
cooperación. Es evidente que la pandemia está empeorando las desigualdades que
ya están asociadas a los procesos de globalización, haciendo que más personas
sean vulnerables y estén marginadas, desprovistas de atención sanitaria, empleo
y redes de seguridad social.
2.3. El equilibrio ético centrado en el principio
de solidaridad
En última
instancia, el significado moral, y no sólo estratégico, de la solidaridad es el
verdadero problema en la actual encrucijadaa la que ha de hacer frente la
familia humana. La solidaridad conlleva la responsabilidad hacia el otro que
está en una situación de necesidad, que se basa en el reconocimiento de que,
como sujeto humano dotado de dignidad, cada persona es un fin
en sí mismo, no un medio. La articulación de la solidaridad como principio de
la ética social se basa en la realidad concreta de una presencia personal en
la necesidad, que clama por su reconocimiento. Así pues, la respuesta que se
nos pide no es sólo una reacción basada en nociones sentimentales de simpatía;
es la única respuesta adecuada a la dignidad del otro que
requiere nuestra atención, una disposición ética basada en la aprehensión
racional del valor intrínseco de todo ser humano.
Como un
deber, la solidaridad no viene gratis, sin costo, y es necesaria la disposición
de los países ricos a pagar el precio requerido por el llamado a la
supervivencia de los pobres y la sostenibilidad de todo el planeta. Esto es
válido tanto de manera sincrónica, con respecto a los distintos sectores de la
economía, como diacrónica, es decir, en relación con nuestra responsabilidad
por el bienestar de las generaciones futuras y la medición de los recursos
disponibles.
Todos
estamos llamados a hacer nuestra parte. Mitigar las consecuencias de la crisis
implica renunciar a la noción de que “la ayuda vendrá del gobierno”, como si fuera
un deus ex machina que deja a todos los ciudadanos
responsables fuera de la ecuación, intocables en su búsqueda de intereses
personales. La transparencia de la política y las estrategias políticas, junto
con la integridad de los procesos democráticos, requieren un enfoque diferente.
La posibilidad de una escasez catastrófica de recursos para la atención médica
(materiales de protección, equipos de test, ventilación y cuidados intensivos
en el caso del Covid-19), podría utilizarse como ejemplo. Ante los trágicos
dilemas, los criterios generales de intervención, basados en la equidad en la
distribución de los recursos, el respeto de la dignidad de toda persona y la
especial atención a los vulnerables, deben esbozarse de antemano y articularse
en su plausibilidad racional con el mayor cuidado posible.
La capacidad
y la voluntad de equilibrar principios que podrían competir entre sí es otro
pilar esencial de una ética del riesgo y la solidaridad. Por supuesto, el
primer deber es proteger la vida y la salud. Aunque una situación de riesgo
cero sigue siendo una imposibilidad, respetar el distanciamiento físico y
frenar, si no detener totalmente, ciertas actividades han producido efectos
dramáticos y duraderos en la economía. Habrá que tener en cuenta también el
costo de la vida privada y social.
Se plantean
dos cuestiones cruciales. La primera se refiere al umbral de riesgo aceptable,
cuya aplicación no puede producir efectos discriminatorios con respecto a las
condiciones de poder y riqueza. La protección básica y la disponibilidad de
medios de diagnóstico deben ofrecerse a todos, de acuerdo con un principio de
no discriminación.
La segunda
aclaración decisiva se refiere al concepto de “solidaridad en el riesgo”. La
adopción de reglas específicas por una comunidad requiere una atención a la
evolución de la situación en el campo, tarea que sólo puede llevarse a cabo
mediante un discernimiento fundado en la sensibilidad ética, y no sólo en la
obediencia a la letra de la ley. Una comunidad responsable es aquella en la que
las cargas de la cautela y el apoyo recíproco se comparten proactivamente con
miras al bienestar de todos. Las soluciones jurídicas a los conflictos en la
asignación de la culpabilidad y la responsabilidad por mala conducta o
negligencia voluntarias son a veces necesarias como instrumento de justicia.
Sin embargo, no pueden sustituir a la confianza como sustancia de la
interacción humana. Sólo esta última nos guiará a través de la crisis, ya que
sólo sobre la base de la confianza puede la humana communitas finalmente
florecer.
Estamos
llamados a una actitud de esperanza, más allá del efecto paralizante de dos
tentaciones opuestas: por un lado, la resignación que sufre pasivamente los
acontecimientos; por otro, la nostalgia de un retorno al pasado, sólo anhelando
lo que había antes. En cambio, es hora de imaginar y poner en práctica un
proyecto de convivencia humana que permita un futuro mejor para todos y cada
uno. El sueño recientemente descrito para la región amazónica podría
convertirse en un sueño universal, un sueño para todo el planeta que “integre y
promueva a todos sus habitantes para que puedan consolidar un «buen vivir»” (Querida Amazonia, 8).
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